La primera vez

Como buen discípulo de Jorge de Burgos, abomino del humor y de la risa. Por eso he querido inaugurar mi participación en este blog con una buena dosis de seriedad, que buena falta le hace. Y para empezar, nada mejor que retrotraerse a los orígenes: la primera vez, historia de alto contenido humano y ejemplarizante.

Todo frikitecario tiene un pasado. Todo frikitecario ha sido, en algún momento de su vida, usuario —y quién esté libre de pescado, que tire el primer anzuelo. Y, en el peor de los casos, cenutrousuario. Curiosamente, el porcentaje de cenutrousuarios entre los bibliotecarios es, paradójicamente, considerablemente elevado. Pero esa es otra historia.

Para todo hay una primera vez en esta vida, y a veces la primera vez puede ser traumática, tanto si se trata de ir en bicicleta como si se trata de practicar el sexo. La primera vez que montas en una puede ser determinante para tu futuro: o no montas nunca más o acabas hecho un Induráin. Con la práctica del sexo pasa lo mismo; pero no vamos a hablar de sexo, que este es un blog serio y profesional, así que si has llegado hasta aquí de la mano de gúguel, digo del demonio, buscando algo así como "sexo con Jorge" o "sexo de risa", pega la vuelta y véte, que este no es tu lugar.

Corría el año del señor de 1987 (no, gúguel, no se corría ningún señor ese año) y un adolescente que cursaba segundo de BUP tuvo que hacer un trabajito para la asignatura de ética sobre la eugenesia (prometía, el angelito). Ni corto ni perezoso decidió seguir el consejo de su profesora y se dirigió a la Biblioteca Central de su ciudad, magna biblioteca de una institución con solera que años a venir se convertiría en su alma mater.

Era en aquel entonces la biblioteca un lugar grande y oscuro poblado de libros polvorientos, armarios llenos de cedularios iluminados por ténues luces y fantasmagóricos seres de tez blanca que iban de un lado a otro cargando libros que depositaban en sus anaqueles, fuera del alcance de los usuarios. El atemorizado bachiller no sabía que hacer y, haciendo de tripas corazón, se dirigió a una estudiante que pasaba lentamente las fichas de un cedulario. "Cómo puedo encontrar el libro que me interesa?", preguntó con un hilo de voz. "Es muy fácil —le contestó la chica—. Buscas en el catálogo de materias y cuando encuentres un libro que te interesae, rellenas una momia y se la llevas a los bibliotecarios, que te darán el libro".

El adolescente no es que fuera muy espabilado, pero de momias sabía un rato y no entendía que para conseguir un libro tuviese que rellenar una momia, y ya se veía en el trance de vaciar las entrañas de un cadáver, perfumarlo y envolverlo con tiras de lino cuando la chica le tendió un formulario de papel diciéndole: "Toma, una momia". Ante la vista del inofensivo formulario, el adolescente respiró tranquilo y empezó a buscar en el catálogo.

Poco a poca consiguió descifrar la jeroglífica caligrafía con que el frikitecarius antecesor había redactado aquellas fichas y encontró un libro que le interesaba. Rellenó la momia, firmó donde ponía signatura —y de paso aprendió que en libraryland una firma y una signatura no son lo mismo— y, cuarenta y cinco minutos y varios sonrojos más tarde tuvo en sus manos el preciado tesoro que había ido a buscar.

Al abandonar aquel oscuro y ominoso lugar, el joven juró poniendo a dios por testigo, que aunque tuviera que robar nunca volvería a pasar ham... perdón, que nunca volvería a pisar una biblioteca.

Afortunadamente, nunca tuvo vocación de futurólogo.

 

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