Soy Catálogo
















Siempre ocurre lo mismo. Generalmente dos o tres veces a la semana.

Subo a la azotea, cargo el rifle y apunto hacia la calle, buscando el desgraciado que ha intentado pasar por enésima vez la alambrada. Es suficiente echar un vistazo para saber que esa persona dejó de ser persona hace tiempo; y, entonces, lo único que se oye es un balazo seco, el tilín del casquillo 7,62 sobre el suelo y el sonido sordo de un cuerpo infecto cayendo hacia atrás. Con o sin crujido.

A veces hay ligeras variantes. En ocasiones alguien se limita a sacudir la valla o, tras haber trepado, a quedarse quieto en el sitio, mirando a su alrededor. O mirándome directamente a mi, lo cual es buena señal, pero no lo suficientemente buena. Durante esos escasos segundos que separan su incertidumbre de mi disparo tengo tiempo para valorar si el ser que ha superado el obstáculo puede ser un potencial usuario o no. Casi nunca lo es. Cada vez menos, a decir verdad.

Dejad que os diga que mi experiencia personal al respecto está sesgada, sí, pero con fundamento. Llevo cinco años repeliendo hordas de supervivientes, mutantes y otras criaturas que se agolpan contra el perímetro exterior de lo que queda de la Biblioteca Municipal. Al principio intenté ser tolerante. Dejé entrar a los que parecían más sanos, o más cuerdos, o ambas cosas. Veía cómo subían tímidamente las escaleras y penetraban en el vestíbulo. Una vez dentro, la mayoría comenzaba una exploración temblorosa, con los ojos desgranados y el cuerpo encorvado de quien teme una emboscada. En salas otrora silenciosas se oían los pasos irregulares y los gruñidos inconexos de un hambre dotada de brazos y piernas.

Desde la barandilla superior, donde están guardados los viejos archivos de la ciudad, los vigilaba. Fundido con la penumbra polvorienta de miles de libros, seguía su andadura entre las estanterías. El récord es de cinco minutos y cuarenta segundos. Después de ese tiempo incluso el especimen más notable, presa de la frustración, las emprendía a codazos y puñetazos con los enseres y los volúmenes; los cuales - como es obvio - no tenían la culpa de seguir allí tras la caida de la Civilización. Al constastar que en ese templo del saber no había comida, esos humanos prometedores se convertían de usuarios en bestias.

Y entonces yo apuntaba y bam-bam. Fin de la visita, se ruega no hacer ruido.

Nunca he soportado el ruido. No lo soporto, no. Es algo que forma parte de mi naturaleza y de mi profesión, y el motivo por el cual disfruto viviendo en una ciudad prácticamente desierta. Pero, de vez en cuando, llegan supervivientes: si veo que no respetan las normas, los liquido - y por desgracia nunca ha pasado lo contrario. Desconozco si después de este tiempo pasado en soledad, reordenando las secciones y limpiando el catálogo, mi mente ha emprendido derroteros delirantes: realmente no me importa. Me siento como un monje de la alta edad media, o como una Hipatia de Alejandría - si Hipatia hubiese tenido un rifle Ruger, claro está. Protegiendo un conocimiento que ya no interesa a nadie, acumulado ordenadamente, preservado de agentes externos a los que no les interesa leer. Guardando susurros, y marcapáginas olvidados, y también carnets que nadie recogerá nunca más.

Recuerdo a un usuario - disculpad que lo llame así, pero son tantos años de servicio... un usuario decía, que llegó a tomar un libro en la mano.

Fue hace un par de años. Un muchacho joven, tal vez menos de treinta años. Tenía un hilillo de baba bajándole por la comisura de los labios, y su aspecto era desaliñado como el de un galgo salvaje. Al entrar en la biblioteca algo tuvo que reactivar circuitos cerebrales anteriores al Gran Desastre, no estoy seguro. El caso es que, sin cerrar su boca podrida, esta parodia de humano se arrastró por la sección de literatura infantil hasta que dio con un libro pequeño, con figuras. Lo sacó lentamente, y me pareció ver - a través de la mirilla - que sus labios cortados y resecos se crispaban en un amago de sonrisa nostálgica.

El desenlace fue demasiado rápido, incontrolable. Tras mover algunas páginas el chico se puso a gritar. Dejó caer el libro y empezó a pisarlo. Creo que si hubiera recordado cómo se hacía habría llorado, pero en la oscuridad de mi refugio sólo sentí un lejano nudo en el estómago. El ser cayó de rodillas y dejó salir un lamento ronco, animal, sin palabras. Entonces, sin saber muy bien por qué, disparé. No sé si fue por el libro destrozado, o por el llanto, o por la confusión. Sólo después pude ver que el ejemplar consultado por el muchacho era una obra de Richard Scarry, uno de esos adorables libros ilustrados repletos de animales sonrientes: perros que conducen taxis, tigres vendiendo verduras, cerdos haciendo de carniceros y otras imbecilidades a las que uno toma cariño siendo un crio.

Es el único libro que he quemado en todos estos años. Ustedes sepan perdonarme.

(Inspirado en el relato Soy Leyenda, de Richard Mateson, 1954)

 

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