Lovecraft estuvo aquí...

Cuando entré en el vestíbulo de la antiquísima biblioteca pública de Barrufals, un pequeño pueblo de los valles deprimidos del Solsonés, me invadió una sensación indescriptible de malestar. No es que se debiera al edificio en sí - un exquisito ejemplo de románico del siglo IX - ni tampoco a las bajas temperaturas que iba a tener que soportar. No: el malestar estaba íntimamente ligado a algo que invadía esa comarca desde tiempos inenarrables, algo que iba a investigar con todo el ahínco que pudiese reunir en mis enjutas carnes de filólogo clásico.

Me hallaba en esa biblioteca con el firme propósito de encontrar valiosos ejemplares de algunos libros prohibidos, olvidados por la inmensa mayoría de académicos. El más preciado era sin duda el Necronómicon, del árabe loco Abdul Alhazred. Dar con la localización de un ejemplar en la remota biblioteca de Barrufals me había costado meses de frenéticas consultas en libros polvorientos y en catálogos cuya mera inspección daba a entender que entre sus páginas campaban las termitas a sus anchas. Algunos tomos eran más accesibles, como el Unaussprechlichen Kulten del prusiano Von Juntz, o la Summa Librorum Maleficorum de la monja albanesa Erdaki Dealli (traducido a su vez de un original en georgiano y copto del siglo séptimo).

Las indicaciones más precisas, sin embargo, las había reunido de dos fuentes en extremo precarias: por un lado, una carta del eminente profesor Jakobus Gherd, máxima autoridad holandesa en idiomas camíticos y dialectos uralo-altaicos; y, por el otro, la carta de un bibliotecario de Alcorcón, que al ser conocedor aficionado de los antiguos mitos pre-sumerios había leído algunas de mis cartas publicadas en el New England Mythology Papers y el Paleoscriptologica. Pocas semanas antes de partir supe, con gran dolor, que el profesor Gherd había sido hallado muerto en su apartamento de Rotterdam, rodeado por la confusión y - así me contaron por teléfono - con una gran mueca de terror en el rostro. En su boca descubrieron, apelotonadas y mojadas por la saliva del anciano, páginas de periódico referentes a una serie de anomalías meteorológicas acontecidas en la provincia de Lérida.

A pesar de los malos presagios viajé desde Arkham hasta Barcelona y alquilé un coche para dirigirme hacia Barrufals, tal y como me sugería la carta. La biblioteca, algo más alejada del ruinoso y aparentemente vacío pueblo, estaba rodeada por coníferas pardas y paredes de roca casi verticales. El emplazamiento de la biblioteca hacía que esta recibiese luz solar únicamente durante unas pocas horas del día. Cualquiera habría pensado, viendo las piedras austeras y mohosas de las paredes, los capiteles griegos de la puerta y los grabados íberos trazados en la roca de los escalones de acceso, que ese lugar era mucho más primitivo de lo que las crónicas cristianas sugiriesen. Los toques de modernidad eran bien pocos: un cartel estatal que, a juzgar por la corrosión, había sido colgado a principios de siglo; algunas lámparas eléctricas de la misma época, y una máquina de escribir Olivetti abandonada en la mesa. Desde que algún funcionario atemorizado la depositara allí y saliera corriendo, no parecía haber sido usada nunca.

La bibliotecaria encarnaba a la perfección la curiosa mezcla cultural del edificio, y su aspecto habría generado quebraderos de cabeza a más de un etnólogo que no se hubiera especializado en migraciones anómalas. Eso impedía adivinar su edad, que en todo caso intuía avanzada. Me recibió con una mirada gélida y las manos reunidas sobre el regazo. El ropaje oscuro y holgado casaba más con el color de las viejísimas estanterías de roble que con su constitución macilenta. Rompí el silencio presentándome y exponiendo los motivos que me habían traído allí. La bibliotecaria parpadeó únicamente una vez, esto es, cuando pronuncié "Necronómicon". Arqueó lentamente una ceja y habló con una voz áspera, grave.

- Forma parte de una colección especial -, comentó sin alterar el semblante.

- Tengo aquí varias autorizaciones. Entre ellas una del ministerio, que...

- No.

Al oír la negativa fue cuando empecé realmente a percibir la hostilidad del entorno. Un relámpago de miedo saltó desde la base de mi columna hasta la cabeza, y mi frente comenzó a emitir sudor frío bajo la forma de microscópicas gotas. Me maldije por no recordar las palabras de Manolo, mi lector de Alcorcón, el cual me había avisado acerca de la natural hostilidad de los aldeanos y del recelo con el que guardaban sus tesoros. Tragué saliva mientras la bibliotecaria, sin dar un paso, seguía mirándome severa. Iba a jugar la carta más arriesgada.

- Tengo... tengo algo aquí que... a lo mejor podría... digamos, facilitar la cooperación - comenté mientras de mi bolsa de piel extraía un muñequito de madera.

La bibliotecaria cambió en seguida de aspecto. Sus labios formaron una pequeña O, mientras la mirada desgranada se dirigía hacia el homúnculo. Se trataba de un muñeco de la época romana que había comprado en un rastro callejero de Nápoles: el vendedor, especializado en endilgar bodrios a arqueólogos amateur, me había asegurado con total seriedad que ese muñeco representaba a un oscuro dios latino de los libros, Macizorrus, venerado anteriormente por los fenicios y antes aún por los Pueblos del Mar. Quiso liberarse del artefacto con inusual vehemencia, confiándolo a mis manos.

- Ïaaa... Ïa Ftaghn, Macizorrusss... M'ktala smebah... beee.. - susurraba la bibliotecaria acercándose con pasitos lentos y las manos tendidas hacia la burda representación del indigete. Eso confirmaba mis rápidas lecturas: la existencia de una orden de bibliotecarias y sacerdotisas de Macizorrus, de la que ya se hablaba en un capítulo perdido del De Obscura Res de Pompiliano, era algo real.

De ser eso cierto, conseguir el Necronómicon no habría sido posible. Recordé el relato de un juicio por brujería contenido en los anales de Perpiñan de 1515, donde una mujer había sido quemada junto a una pequeña biblioteca muy representativa del Index Librorum Prohibitorum. La habían capturado unos días antes por haber hecho desaparecer por completo a cuatro frailes franciscanos interesados en varias traducciones de tomos persas. Aunque no lograron que confesase la presencia de cómplices, el notario describió con todo lujo de detalles los temibles arqueos de ceja con los cuales la mujer había torturado a sus inquisidores, y los desgarradores y guturales gritos enalteciendo la deidad pagana antes de perecer convertida en cenizas.

Perdido en estas consideraciones no me percaté de que la bibliotecaria se hallaba ya a escasos centímetros de mi. La vi saltar hacia adelante y agarrar la estatuilla por un extremo. El forcejeo duró poco, y mis codazos y patadas - practiqué un poco de savate en mi juventud - no surtieron ningún efecto, casi seguramente por el fervor ciego de esa implacable servidora de Macizorrus. Abrí pues mis dedos, dejando que la bibliotecaria se perdiera en la contemplación estática del ídolo de barro. Por la luz de los estrechos ventanales pude constatar que el sol estaba a punto de ponerse, y fue entonces cuando salí corriendo por la puerta, sin reparar en los rumores gorjeantes a mis espaldas, ni tampoco en las sombras deslizándose a mis lados.

El coche había desaparecido. Cuando la mente se halla sitiada por la necesidad, sin embargo, son los músculos los que toman el control. Mi buena forma me permitió recorrer medio kilómetro y alcanzar el pueblo, donde pude notar la luz de antorchas iluminando las casas y las baldosas de las callejuelas. Temibles sonidos, que aún recuerdo a día de hoy, se propagaban potentes por el profundo eco producido por las paredes del valle. Habiendo perdido casi por completo la cordura, abandoné mi bolso y escapé hacia el hayedo cercano, una lengua de árboles que se extendía durante muchos kilómetros entre las montañas. Cuando ya percibí lejana la amenaza, al amanecer siguiente, adopté una andadura más lenta y reposada, y pude alcanzar al mediodía el caserío de un agricultor todavía no afectado por la maléfica demencia local.

Tras dejar declaraciones a los policías rurales de la comarca, los cuales rehusaron escucharme, tomé el primer tren de vapor hacia Barcelona, y de allí un barco para Southampton. Escribo estas palabras en la comodidad de mi casa de Arkham, relatando de manera sucinta esos hechos que me marcaron para siempre.

No sé qué ha sido de la biblioteca de Barrufals; mis continuos envíos de telegramas y cartas a las ineficaces autoridades republicanas de España causaron el que, en octubre de 1934, el ejército enviara un destacamento a ese valle perdido y, según me han relatado en un escueto informe militar, arrasasen por completo el pueblo y los campos limítrofes. No se hizo, con todo, referencia alguna a la biblioteca, ni a su contenido. Es posible, y esto no me sorprendería en absoluto, que la poderosa Orden de Macizorrus cuente con importantes conexiones a nivel gubernamental, y que al amparo de funcionarios permisivos o corruptos hayan podido huir y reorganizarse en zonas como el Maestrazgo castellonense.

Sea como sea, planeo volver a España muy pronto, aunque sea para vengar la muerte del emérito Gherd, y la desaparición de Manolo, que en su última misiva de hace un mes terminaba con estas aterradoras frases...

...siento que ya están aquí. Saben que tengo los libros conmigo, y que no los he devuelto a tiempo... se acercan... dios mío, protégeme. Están llamando a la puerta. Gritan Su Nombre. Sí. Me harán cosas terribles... el fin será cósmico... las esquinas... dios... Ïa Ïa Macizorrus, Astahel Kay Bederáaaa...


 

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