Hypatia Syndrome

Se escabulló en silencio por la entrada, dejando que sus pasos resonaran entre las altísimas estanterías de metal negro. Amplios ventanales arrojaban luz rosada por los pasillos, y la sombra alargada de la bibliotecaria parecía estar dotada de vida propia. Paró unos instantes para comprobar su posición: no estaba lejos. En ese silencio sagrado, podía sentir los latidos de su corazón bajo el traje; hasta el sonido de su respiración llenaba el aire de ecos. Podía percibir todo el morbo del asunto. Hacerlo en el horario de trabajo habría sido imposible, pues algunas cosas exigían romper reglas, por muy justas que estas fueren. Era una cuestión de deseos.

Se acercó a una terminal situada en la esquina de una estantería, una pequeña superficie táctil desde la cual podía consultar los ejemplares y pedir su extracción y reanimación. Halló el que con tanto anhelo deseaba y, tras pulsar algunas veces la pantalla, oyó un ruido varias docenas de metros por encima de su cabeza. Dirigió la mirada hacia arriba, donde las estanterías se perdían en la oscuridad y en la neblina criogénica, pero no pudo apreciar cambios visibles. De pronto, una de las muchas luces de estado comenzó a parpadear con un tono naranja. Casi al mismo tiempo el sistema robotizado de extracción se deslizó con elegancia por los raíles verticales, dejando tras de si el zumbido de sus motores eléctricos.

Durante años había esperado ese momento: años de estudio y recopilación de datos, de búsqueda a menudo infructuosa, mas emocionante. Su puesto de funcionaria le había brindado pleno acceso a los recursos de la mnemoteca, de la cual nadie parecía interesarse. A veces llegaba algún historiador, un periodista o un detective - casi siempre con una autorización del ministerio; pero, por lo general, el interés por cierto tipo de fuentes primarias había decaído de tal forma que la mnemoteca se había vuelto una pequeña anomalía, una curiosidad donde llevar tropas de escolares de visita o rodar alguna película. Nadie, pensó ella, aprecia lo que hay aquí.

Vio cómo la cápsula negra empezaba a sobresalir, ayudada por el brazo automático y rodeada por humos de condensación. Le resultó casi instintivo colocarse debajo cuando el ejemplar comenzó su lenta bajada. Al acercarse a medio metro del suelo, la cápsula de dos metros de longitud comenzó a inclinarse hacia ella hasta alcanzar un ángulo de 75 grados; un sonido discreto anunció el final de la operación. Pequeñas luces comenzaron a poblar el marco de la cápsula, indicando el progreso de las etapas de recuperación. La bibliotecaria se encogió al notar la cercanía con esa pequeña isla de frío que deseaba abrir cuanto antes. Sabía que incluso sus arrebatos de fetichismo debían obedecer al protocolo; de otro modo, años de esfuerzos se hubieran ido al garete.

- Por fin... por fin - susurró con una sonrisa al notar que tenía luz verde. Insertó entonces una llave de mantenimiento que había sustraído al equipo de restauradores, activando de esa forma el sistema de emergencia. Un hálito de aire silbó por la abertura de la cápsula.

Lo normal es que las fuentes se consultasen sin abrirlas, para evitar la contaminación con agentes externos, el shock y otras variables que deteriorasen al documento. Todas estaban dotadas de un sistema de micrófonos de excelente calidad, además de las indispensables agujas hipodérmicas que inyectaban sedantes y psicofármacos de actuación rápida. En los dos siglos de historia de la mnemoteca nunca nadie había intentado abrir una cápsula con otros fines que no fuesen la restauración o la retirada de una fuente irrecuperable. Ella iba a ser la pionera de un nuevo tipo de crimen sentimental. Desechó rápidamente los pensamientos que la hacían sentir como una vulgar coleccionista: la suya era una emoción mucho más noble.

Vio finalmente la fuente, aún conectada al sistema de datos fisiológicos. Para ella no era la fuente JCK1988XPBOL, ya no; quería usar el nombre inscrito en la ficha, Jack. Se fijó inmediatamente en los labios, bellísimos, pero céreos como el resto de la cara - la cual, lentamente, recobraba sangre y color. Luego los párpados, cerrados serenamente. El rostro era hermoso, pero apagado. No se había preparado para aquello, pero reunió fuerzas. Deseando no perder más tiempo, arrancó los electrodos y cortó las fajas de sujeción con un cuchillo de emergencia plegable; con sumo cuidado extrajo la sonda de inyección del brazo, aplicando un parche desinfectante allí donde hizo tímido acto de presencia una gota de sangre. Las manos le temblaban y sentía los dedos fríos e inútiles. Soltó un grito cuando una voz masculina - grave, segura de sí - resonó a sus espaldas.

- ¿Qué pretendes hacer, Elise?

Se dio la vuelta apuntando el cuchillo plegable. A escasos metros, cortando con su silueta la luz, el jefe Dawson le miraba con tranquila curiosidad y las manos en los bolsillos.

- No.. no es asunto tuyo -, contestó ella dando un paso hacia atrás.

- Dame un buen motivo para ir en contra de tus principios profesionales. Esto no es como robar un libro. Es mucho peor. Intuía que fueses a intentarlo hoy. Es el cumpleaños de la fuente que acabas de extraer.

Elise no dijo nada mientras su jefe se acercaba a la cápsula y contemplaba el estado de su ocupante. Hizo una mueca que podía parecer una sonrisa amarga, o un gesto de repugnancia.

- Aquí hay miles de hombres y mujeres del siglo XXI que decidieron ver la eternidad por su cuenta y riesgo, Elise. Estas personas firmaron un contrato a cambio de que nosotros gestionáramos su memoria directa, sus vivencias. Son testigos presenciales de la historia de una época oscura. Su decisión la tomaron muy en serio.

- No lo entenderías.. - contestó ella con un hilo de voz, bajando la mirada. ¿Cómo explicarle su pasión por el pasado, su fijación por los ambiguos valores de aquella época? Ella, una solterona que deseaba abrazar a un hombre de otros tiempos como quien desea acariciar un manuscrito antiquísimo y valioso. Se rió: la imagen le había resultado cómica, y estaba nerviosa.

- Podría intentarlo. No creo que valga la pena el esfuerzo.

- ¿Qué vas a hacer? No hay nadie más en el edificio. La policía tardaría demasiado en llegar.

- No voy a hacer nada. Verás, ayer recibí una carta del ministerio...

Ella miró al jefe con cara de duda. Jack comenzaba a despertar y toser.

- Quieren cerrar la Mnemoteca. No se lo he dicho a nadie aún. En menos de tres meses - dijo él, con tristeza.

- Pero...

- Llévatelo. Aunque me duela inmensamente. Hazlo. Llévatelo y haz que recuerde. Que escriba. Hazlo antes de que te mate.

Sin dejar de mirar a Dawson con una mezcla de repugnancia y admiración, Elise se apresuró a sacar Jack de la cápsula y sostenerlo pasándole el brazo por sus hombros. Jack, que había sido consultado una veintena de veces acerca de los sucesos que rodearon el estallido de la tercera guerra mundial, iba a dejar de ser un documento para convertirse en una persona. No era muy distinto al enamoramiento entre una enfermera y un paciente.

Dawson los observó alejarse hasta que desaparecieron de su vista, reprimiendo las ganas de dispararles por la espalda. Respiró hondo mientras acariciaba la superficie fría de la capsula y admiraba las demás, destinadas a ser destruidas con su contenido. Las condiciones del contrato, a fin de cuentas, podían cambiar sin previo aviso por parte de la autoridad cultural competente. Eso ponía la letra pequeña. El motivo aducido era el recorte presupuestario: en realidad, pensó, quieren borrar el siglo XXI. Recordó a Hipatia de Alejandría, ardiendo entre pergaminos. Pero esta vez iba a ser distinto. Activó un programa para abrir todas las cápsulas en el plazo de 48 horas.

- Si queréis borrar la historia, - musitó al pulsar el botón de inicio, - pelead primero con ella, hijos de la gran puta.

 

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