Olores

Uno de los sentidos capaces de evocar mejor los recuerdos es el olfato. Probablemente, el olor a paella les recuerde esos domingos en familia de hace tantos años; el de cierto perfume les recordará -involuntariamente- a ese ex que todos queremos olvidar; o el olor a tierra mojada después de la lluvia les traerá a la memoria cierta excursión pasada por agua. Porque, aunque no lo parezca, todo (y todos) huelen, y cuando falla, es que algo pasa: se parte el recuerdo por la mitad. Parece una tontería, pero no lo es. Por ejemplo, las bibliotecarias, ¿a qué olemos? Un olor distintivo, exótico y profundo (que no fuerte), dulce y especiado, femenino y delicado, amargo e intenso. Si les entra la curiosidad por ver cómo todo ello es posible, la próxima vez que pasen por una perfumería prueben éste.
Lo que no lo es tan fácil es saber a qué huele una biblioteca. A humanidad condensada, dirán unos. A polvo acumulado, dirán otros. Algunos clamarán que huele como la cafetería de enfrente, a bocata y refrito. Todo es posible, y yendo a un nivel inferior, ¿a qué huele un libro? ¿a tinta? ¿a papel nuevo? ¿al bocata de chorizo que ese usuario ha tenido encima durante dos días? Los asépticos e-books, ¿qué gracia -olfativa- tienen? Menos mal que hay gente que lo tiene claro. Los libros huelen a nuevo, a moho, a beicon crujiente (¡ñam!), a orín de gato (¡eks!) y a sensibilidad (no pregunten).




Creo que ya tengo ambientadores nuevos para la biblioteca. Les pondré además un poco de spray pimienta para ahuyentar usuarios, que nunca viene mal...

[Vía Maite]

 

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