Las (bibliotecas en) ruinas de Detroit

Quien haya visto 8 Miles, algún documental de Michael Moore o cualquier reportaje sobre la brutal reconversión industrial que mandó a la calle a la plantilla de General Motors sabrá que Detroit es una ciudad muy, pero que muy castigada por la crisis. Paul Verhoeven se adelantó a su tiempo cuando, allá por 1987, la convirtió en la convulsa protagonista de Robocop. ¿En qué otra ciudad podría desarrollarse una pesadilla tecnológica, en la que converjan el futuro ultratecnológico y la pura cochambre? Tal vez en una Nueva York a lo John Carpenter o Walter Hill, cierto, pero, si quitamos los grabados piranesianos de las ruinas de la Roma clásica vistos con los ojos del siglo XVIII, esa conjunción de ciudad  viva y muerta al mismo tiempo, tan echada a perder en el presente como esplendorosa en un pasado más o menos remoto, sólo se puede apreciar en una urbe como Detroit, la antigua capital de la General Motors y, por lo tanto, del poderío industrial estadounidense y, por extensión, occidental. La caída de Detroit no deja de ser una metáfora y una advertencia de un fin del mundo que, lejos de las imágenes apocalípticas que evoca (la ya citada Robocop, vale, pero también 1990. Los guerreros del Bronx, Mad Max, Doce monos, El planeta de los simios), nos recuerda iconos más cotidianos y dolorosos de la historia reciente (las ruinas de Belchite, la destrucción de Dresde, las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, la Alemania que recreara Lars von Trier en Europa, o la Shangái de El imperio del sol), y se convierten en una premonición: a Occidente le quedan, literalmente, cuatro días de supremacía mundial. Sea de quien sea, el futuro no es de Detroit ni, más allá, Estados Unidos, ni, cruzando el charco, la Unión Europea. Dentro de pocas décadas, tal vez ni siquiera un siglo, los nuevos amos del mundo, esos chinos, indios, nigerianos o brasileños multimillonarios viajarán a las ruinas de ciudades como Detroit, y sacarán fotos o pintarán acuarelas (o harán lo que se lleve para entonces) de ese próspero mundo que se fue para no volver.
Sin necesidad de ponernos tan apocalípticos, la Detroit actual debe de ser una ciudad muy llamativa, en la que los edificios abandonados cohabitan con los desguaces y los derribos, y las autoridades pueden llegar a tardar días en advertir la existencia de un incendio. Los franceses Yves Marchand y Romain Meffre han publicado un excelente libro de fotografías de esa Detroit espectral, que haría las delicias de un J. G. Ballard de bajona. Resulta imposible no deleitarse en la serena belleza que irradian estas fotografías, como las ruinas de una Pompeya asolada de un segundo para otro, como una ciudad que hubiera sido abandonada ante la inminencia de un bombardeo sin que sus habitantes tuvieran tiempo de recoger ninguna de sus pertenencias. Y todo ello en el corazón del capitalismo, en el epicentro mismo del sueño americano, en el lugar de donde partieron los primeros Ford T dispuestos a cambiar para siempre la historia de la humanidad.
Por aquello de barrer para casa, colgamos sólo dos de esas fotos, pertenecientes ambas a bibliotecas públicas abandonadas. Dan pena. Conmueven. Son hermosas. Causan dolor. Nos inducen a reflexionar.

 

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