Retorciendo palabras

Nunca dejará de sorprenderme la capacidad humana de retorcer argumentos válidos hasta hacerlos irreconocibles para llegar a conclusiones erróneas mediante razonamientos correctos. El doctor Fleischman decía, en un episodio de Doctor en Alaska, que la gente suma dos y dos y consigue que le salga veintidós. Cuando, además, quien retuerce argumentos goza de algo más que cierto predicamento en determinados sectores que coquetean (aunque sin entrar de lleno) con la caverna mediática, Poleo Party o como se quiera llamar, la tarea de intentar rebatirlo se vuelve poco menos que misión imposible. Entrar en polémicas es una auténtica pérdida de tiempo llegados a cierto punto o cuando atañen a según qué personajes, así que me limitaré a constatar la publicación de esta columna de opinión, ofrecer el enlace correspondiente (un bibliotecario siempre cita la fuente), ahorrar epítetos y lanzar al aire un par de ideas de utilidad para contextualizar el asunto en la medida de lo posible. Por aquello de no alimentar al trol, vamos.
Aun entendiendo el punto de ironía que se emplea en la columna de marras (sí, vale, el columnista está jugando a provocar, y lo más probable es que vaya de coña y opine justo lo contrario de lo que está escribiendo, aunque, si éste fuera el caso, podría decirlo alto y claro, como hace este otro columnista), y sin dejar de entender el contexto político y social (el todo vale para cargarse al gobierno), quiero insistir en que, a partir del tenor literal de la columna, el autor parece llegar a conclusiones erróneas utilizando argumentos parcial o totalmente válidos o, al menos, no del todo incorrectos. No tengo nada que oponer al hecho de que dispare a matar contra una ley  impopular, peligrosa y de dudoso acomodo con la legalidad, una ley que nos ha impuesto un grupo de presión ligado a una potencia exterior (doy por hecho que la llamada Ley Sinde se aprobará tarde o temprano); pero me parece mucho más dudoso que para llevar a cabo este ataque cargue las tintas contra los principios rectores de la política social y económica de los españoles, reconocidos en el capítulo III del Título I de la Constitución. Para desacreditar una apostilla dudosamente constitucional de una ley que nos han colado los Estados Unidos, el columnista dinamita el artículo 44.1 de la Constitución, ese que dice que "Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho". Ése es el marco legal, reconocido por la Constitución, y promovido y tutelado por los poderes públicos, que permite la existencia de las bibliotecas públicas y, por extensión, lo que da o ha dado de comer a la mayoría de los lectores de Frikitecaris... y, me atrevo a añadir, al columnista airado, quien no duda en dispararse al pie con tal de propinarle una hostia más que merecida al gobierno, pero a costa, insisto, de caer en la tautología y el sofisma.
No creo que se trate de una columna descerebrada ni de una mera meada fuera de tiesto por parte del columnista famoso por no querer incurrir nunca en lo primero, aun a riesgo de vivir de manera permanente en lo segundo: al fin y al cabo, todavía hay clases, y el grupo mediático en el que colabora se mantiene dentro de unos estándares aceptables de conducta, cosa que no se puede decir de otros grupos mediáticos de la misma ideología pero algo más exaltados. La columna de marras forma parte de un contexto francamente desalentador, en el que ganas más votos o lectores cuanto mayor sea la burrada que dices, y en el que está mejor que bien visto tirar a matar contra todo aquello que huela a sector público. En última instancia, y sabiendo quiénes son los lectores naturales de esta columna y quién gobierna en la comunidad autónoma donde trabaja y reside el columnista, no es más que un aviso para navegantes: si los propios intelectuales "conservadores moderados" afines al régimen, los individuos más interesados en que sus obras obtengan difusión y las futuras bibliotecas lleven sus nombres, consideran (aunque sea a modo de pirueta mental escrita para tocar las pelotas al "bando contrario", y en el marco de un ataque contra una ley reprobable) que las bibliotecas son una chorrada que no sólo no cumple ninguna función social sino que encima es un ataque en toda regla a la libertad de creación artística, no os quepa ninguna duda de que el futuro de las bibliotecas es más bien negro, por no decir inexistente. Quien más, quien menos, todos los bibliotecarios madrileños o valencianos aquí presentes tendréis alguna jugosa anécdota que contar con respecto al modo en que vuestros poderes públicos autonómicos y locales promueven y tutelan el acceso a la cultura en vuestros respectivos centros de trabajo.
¿Se me va la pinza? Puede que sí, pero no creo: si prescindimos de Poleos Party y similares hierbas nacionales (que, total, no hacen más que soltar la burrada más grande que se les ocurra, entre bromas y veras, para crispar el ambiente), sí hay una tendencia que va más allá de lo anecdótico. Un columnista no deja de ser eso, un columnista, y, por más que su opinión sea tenida en cuenta e incluso se le otorgue la capacidad real de toma de decisiones si tiene la suerte de que le den algún cargo como agradecimiento a los servicios prestados (un Instituto Cervantes, una secretaría de Estado o, ay, una dirección de la Biblioteca Nacional), éstas, en última instancia, se toman en otros ámbitos, generalmente supranacionales. La Unión Europea, por ejemplo, que es la institución que obligó a España a implantar el canon por préstamo pero que al mismo tiempo está intentando salvar a editoriales y bibliotecas (la cultura y la propiedad intelectual, en general) de sucumbir al monopolio de Google Books. O los famosos mercados, esa mano invisible cada vez más visible, que dictan que lo que no da dinero está condenado a desaparecer. Son los mismos mercados que han determinado que buena parte de la red de bibliotecas públicas de Gran Bretaña esté condenada a la desaparición, y que, por mero efecto dominó, dé toda la impresión de que esto sea una tendencia y, tarde o temprano, se acabe exportando a España. Visto lo visto, y a tenor de lo que opina en público la intelectualidad destinada a influir en quienes tendrán la última en palabra, será más temprano que tarde, y, desde luego, el panorama no parece más descorazonador.
¿Quién tiene razón? ¿Quién deja de tenerla? El tiempo lo dirá. Lo que está claro es que se avecinan malos tiempos para quienes vivimos o intentamos vivir de la cultura y la creación, propia o ajena, porque nos quedan tres telediarios para que nos cierren el chiringuito. Y lo más irónico del asunto es que nuestro epitafio lo están ayudando a escribir personas que viven de la cultura y de la creación propia. Con dos cojones, oiga.
Cabe la posibilidad, y ya lo he dicho al principio de esta entrada, de que el autor de la columna esté diciendo justo lo contrario de lo que parece que está diciendo, y en realidad esté planteando una floridísima e ingeniosa reducción al absurdo, al equiparar una idiotez (la ley para frenar las descargas ilegales) con otra idiotez mucho más grande y, sobre todo, provocadora (¡las bibliotecas públicas son más de lo mismo, ergo también hay que cerrarlas!). Si es así, me la envaino... aunque me temo que quienes toman las decisiones en última instancia no interpretarán la ironía y el doble sentido, sino que leerán esta columna al pie de la letra, tomarán nota de lo que opina la intelectualidad afín al régimen que fue y será, lo utilizarán como argumento de calidad y, ay, actuarán en consecuencia. Teniendo en cuenta quién lee al columnista, hasta puede que el tiro le salga por la culata y consiga que se haga aquello que dice en la columna, no lo que quería decir.  Al fin y al cabo, el columnista podrá estar afirmando lo contrario de lo que ha escrito, pero sus lectores tipo creen a pies juntillas que hay que acabar con gasto público inútil, y desde luego, la cultura es un objetivo muy, muy fácil de atacar, e igualmente fácil de reducir a maniqueísmos absurdos. El infierno está lleno de paradojas así.

 

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