Fahrenheit 451 y el sonido del silencio

Fahrenheit 451 es la temperatura a la que arde el papel.

Este dato tan aparentemente banal es la base que utilizó Ray Bradbury para su obra Fahrenheit 451, una distopía en la que leer es un crimen, los bomberos se dedican a quemar bibliotecas y los bibliotecarios y lectores prefieren inmolarse con sus libros antes que abandonarlos. Una historia de ciencia ficción sobre cómo a los gobiernos y a la sociedad en general les ha interesado denigrar los libros y la cultura, potenciando temas más “neutros” desde el punto de vista cultural, como la tele o el deporte. Era 1953. Menudo ojo tenia Bradbury.

A título personal, nunca he considerado esta obra como perteneciente únicamente al género de la ciencia ficción. Siempre me ha parecido más próxima al terror, desde que la leí en 1987 cuando la publicó Orbis y yo era un adolescente devoralibros que pasaba sus ratos libres cribando el fondo de novela de la biblioteca Ignasi Iglesias en busca de novelas de ciencia ficción y fantasía. El fondo no era abundante, pero sí representativo, y se podían encontrar muy buenas obras y en cantidad.

Supongo que tanta inmersión bibliotecaria dio sus frutos. Terminé montándome mi propia biblioteca en casa... estudiando documentación... trabajando en una biblioteca... montando en ella la sección que siempre quise encontrar cuando era niño... El círculo se cierra en una explosión de realización personal y deseo de inspirar a los demás de la misma forma que te inspiraron.

Entonces me ofrecieron hacer una guía de lectura, aprovechando que relizábamos una actividad: “Ciencia y ficción, cuál inspira a cuál?”. Reuní mis neuronas, trayéndolas de lugares tan ignotos como el último libro de Joe Abercrombie, los foros de internet o los juegos de mi iPad y las uní a todas, en un Word oscuro, atándolas en las tinieblas. Hice un listado de libros más largo que un día sin pan y luego cotejé ese listado con el catálogo para poner enlaces en la guía. Ahí fue cuando me empecé a deprimir. Un ejemplar. Dos. Cuatro. Ninguno. Tres. Cuatro, pero fuera de Barcelona. Cincuenta, porque hubo una reedición cuando sacaron la película. Ninguno. Cuatro. Ninguno. Ninguno. Ninguno. Ninguno...

Una red de trescientas bibliotecas, que se dice rápido, y no hay ni un puto ejemplar de clásicos como ¡Hagan sitio!, ¡Hagan sitio!, de Harry Harrison, ni de Y mañana serán clones, de John Varley, tan vigentes hoy como el día en que los publicaron. Robert A. Heinlein practicamente no existe. Joe Haldeman, menos. Incluso Isaac Asimov es una sombra de lo que fue. Cómo llegué a odiar a Asimov, con su narrativa lenta y caduca, manías personales, no me miréis así, y ahora lo echo de menos incluso a él... Pero esto no afecta únicamente a la ciencia ficción. El Padrino, de Mario Puzo, también desapareció durante muchísimos años, sin reedición alguna, mientras la pelicula se vendía como los churros, y hace apenas un par de años que podemos redescubrir las aventuras Micky Mouse y el pato Donald y dárselos de leer a nuestros hijos. Y hablamos de la omnipresente Disney, que lleva desde siempre con nosotros. Explotando, eso sí, nuevos clásicos instantáneos franquiciados hasta el infinito.

Lo viejo ya no vale.

No hay reediciones. Las editoriales, en busca de dinero rápido, the fast buck vs the long dollar, que dicen los americanos, han abandonado la vieja estrategia de tener un fondo extenso y duradero para sustituirlo por un fondo efímero cuyo objetivo es saturar el mercado y conseguir un zambombazo editorial, el superventas definitivo que los haga de oro. Y si para eso tienen que publicar mierda a carretadas y destruir lo publicado a las semanas de descubrir que no, no vende, pues lo hacen. Y lo hacen olvidando que el mercado editorial es un mundo lento, de movimientos tectónicos, en los que un lector habla con otro lector, y este a su vez con otro, y, si el libro es bueno, se termina comprando, aunque tarde años. Internet ha acelerado bastante este movimiento, creando superventas instantáneos, pero la oferta del mercado es suficiente como para que este fenómeno sea puntual. Los superventas espontáneos no existen, son los padres.

Pero entre que las editoriales buscan su grial, el libro antiguo se muere. Sin reediciones, desaparece. No lo parecía, porque todavía podíamos verlo en las estanterías. En el Corte Inglés, en el Fnac, en bibliotecas. Pero ese libro se vende, se pierde, se rompe. Desaparece.


Fahrenheit 451 es la temperatura a la que el papel se prende y arde, pero en el silencio de las estanterias nadie puede oir los gritos de los descatalogados al desaparecer.

Mi memoria no es tan buena como la de los hombres-libro de Fahrenheit 451, que memorizan obras perdidas y las transmiten de padres a hijos, hasta que les llegue el momento de volver a ser valoradas. No podría preservar en mi memoria ni el índice de un libro. Pero tengo DVD y USB como para parar un carro, y un disco duro portátil. Dirán que estoy robando y vendrán a por mí, pero es mentira. Quieren quemarlo todo, quieren que olvidemos, quieren que perdamos el pasado y olvidemos el futuro que nos atrevimos a soñar. Crean sus propias reglas, en su beneficio, y te obligan a romperlas para poder perseguirte. Para eliminar lo que proteges y a los que son como tú.

Soy un hombre-biblioteca de un pasado que está desapareciendo mientras no miramos.

 

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