Érase una vez un asfixiante mes de agosto. En plena canícula estival, con una temperatura ambiente propia de un horno precalentado para un asado y una humedad relativa del chopocientos por ciento, cierta biblioteca (que, para ser piadosos y salvaguardar un respetuoso anonimato, llamaremos X) se quedó sin suministro eléctrico.
¡Horror!
En ese momento dejaron de funcionar los ordenadores, la iluminación y el aire acondicionado. Los zumbidos y pitidos de los SAY profanaban el sacrosanto recinto bibliotecario, otrora templo de silencioso recogimiento.
Cayeron también los goterones de sudor de los allí presentes. Todo el mundo sudaba a chorros, e incluso a mares.
Cayó en picado la cantidad de usuarios (¿tal vez lo único positivo que trajo el apagón?), y los pocos que se dejaban caer por la biblioteca buscaban como polillas la luz natural de algún ventanal y el exiguo soplido de brisa que, con desgana, se colaba por las ventanas abiertas de par en par. Ilusos.
Al segundo día de oscuridad se dejaron caer también los periodistas de algún medio local. Los mismos que no solían acudir a cubrir las variadas actividades de la biblioteca aparecieron entonces con sus micrófonos y cámaras en ristre. Filmaron las estanterías en semipenumbra, los ordenadores apagados y las mesas vacías.
Y cuando parecía que los huesos de la gente iban a fundirse como mantequilla al sol, se produjo el milagro y la electricidad hizo resucitar ordenadores, lámparas, aires acondicionados y... usuarios. Pero a estos últimos no hacía falta resucitarlos, cachis.
Welcome to the show again!