Espejo, espejito negro

¿Qué hace de las teleseries británicas las mejores del mundo? Tres cosas: rigor, concisión y calidad. Frente a los culebrones de doscientos episodios por temporada, las mejores series británicas constan de muy poquitos capítulos por temporada (entre los tres de Sherlock y la media docena mal contada de Luther, Being Human o Misfits), un formato más parecido al del cine de toda la vida que al de la televisión clásica, y unos guiones rematadamente buenos. Ni un solo diálogo prescindible. Referencias al contexto histórico y social actual, metidas de manera tan sutil que muchas veces no nos damos ni cuenta, pero que permitirán al historiador o al espectador del futuro remoto fecharlas con un margen de error mínimo. Son series atemporales, como deben ser todas las obras maestras, pero hijas indudables de su tiempo, como debe ser toda obra de arte.
La última revelación en el campo de las teleseries es la escandalosísimamente buena Black Mirror, una reflexión, en forma de tres episodios autoconclusivos, acerca de los medios de comunicación, la tecnología y las redes sociales. El primer episodio, The National Anthem (vaya, como la canción de Radiohead), pone en la picota el papel de los medios de comunicación en las relaciones entre la política y la ciudadanía. Sin ánimo de destripar el argumento, este capítulo responde a la siguiente pregunta: ¿hasta dónde llegarías para acallar o satisfacer a tus votantes?
¿Demasiado genérico? Venga, vale, les vamos a contar los cinco primeros minutos del episodio.

A Michael Callow, primer ministro del Reino Unido, lo despierta su gabinete de crisis en plena noche para comunicarle una situación extraordinaria: alguien ha secuestrado a la princesa Susannah, una especie de lady Di y Kate Middleton, y colgado sus reivindicaciones en YouTube. Estas son insólitas: la única condición que se pone para liberar a la princesa es que el primer ministro comparezca ante las cámaras esa misma tarde... manteniendo relaciones sexuales explícitas con un cerdo. Las especificaciones técnicas que impone el secuestrador no dejan ningún margen a la manipulación: hay que rodar la escena cámara en mano y con luz natural, como si de Los idiotas o cualquier otra película de Lars von Trier o del movimiento Dogma 95 (¡homenaje!) se tratara.

A partir de aquí, como es lógico, comienza el debate. ¿Hay que rendirse al chantaje o llevar el juego hasta el final? ¿Es permisible tratar de hacer trampas? ¿Qué efectos puede tener la decisión final, sea cual sea, en la carrera política del primer ministro, la popularidad de las instituciones y los índices de audiencia? ¿Debe ceder la prensa a las presiones de la Casa Real y del gobierno, o limitarse a informar? ¿En qué lugar quedan las redes sociales, el de potenciadoras de la tragedia o el de rotura democrática de los filtros que se trata de imponer a la libertad de prensa?
El primer ministro, como es evidente, es el protagonista de este episodio, ya que se juega mucho, tome la decisión que tome: su carrera política, su matrimonio, la vida del personaje público más querido por la opinión pública británica y, llegado el caso (y su jefa de gabinete hace algo más que insinuárselo), su propia vida. Una vez que ha quedado claro que quien decide es él ("¿Y qué dice el manual que tenemos que hacer?", pregunta, a lo que le responden: "Esto es territorio virgen. No hay manual"), llegamos a la siguiente fase: ¿quién o quiénes son los chantajistas?
Por supuesto, los sospechosos habituales no tardan en aparecer: Al Qaeda o el IRA. Es decir, los grupos terroristas más interesados en desestabilizar el Reino Unido. Pero también, y a este punto queríamos llegar, se deja caer qué otros grupos o individuos podrían estar detrás del secuestro. Miren este vídeo y deténganse a los 23 segundos. Les transcribimos el desesperado soliloquio del primer ministro y, por supuesto, la cursiva y negrita son nuestras:
--¿Qué es lo que quieren? ¿Dinero? ¿Que liberemos al yihadista? ¿Condonar la deuda del Tercer Mundo? ¿Salvar las putas bibliotecas?
¡Bingo! Ladran, luego cabalgamos. Se produce el incidente más grave de la historia reciente del Reino Unido, y el primer ministro (suponemos que conservador, de los que están cargándose el sistema de bibliotecas públicas británico) culpa, en este orden, a unos chantajistas que solo quieren dinero, al terrorismo fundamentalista, al movimiento indignado y a los bibliotecarios.
¡Un poquito de por favor! Un bibliotecario jamás secuestraría a una princesa del pueblo glamurosa; por el contrario, secuestraría al propio primer ministro y lo obligaría a leerse (y, juas, juas, leer en público, ante una audiencia literalmente pegada a sus sillas, contenida la respiración) Un mundo feliz, 1984 o La naranja mecánica, no solo por culturizarse un poquito (existe la duda razonable de que un político de pura raza haya oído incluso hablar de George Orwell, aunque su día a día profesional consista en ponerlo en práctica) sino para que sus conciudadanos puedan entender un poquito mejor cómo y por qué los están manipulando. La letra con sangre entra, instruir deleitando y mano dura con guante de seda. Modales frikitecarios, en resumen. Pero ¿secuestrar a una princesita, dejarla hecha unos zorros y permitir que se le corra el rímel? ¡Anda ya! ¿Por quiénes nos toman?
De todos modos, no podemos sino agradecer a Michael Callow el piropo involuntario que dedica a nuestro colectivo profesional. Es consciente de que los bibliotecarios británicos tienen motivos para sentirse indignados. Y también es consciente de que, si se ponen, los bibliotecarios pueden llegar hasta donde haga falta con tal de hacer valer sus reivindicaciones.
Dicho sea sin ánimo de reventarles el argumento de este estupendo capítulo: no, al final el secuestro no es cosa de los putos bibliotecarios (primer ministro dixit), pero oigan, puestos a darnos ideas creativas para que nuestras protestas no caigan en saco roto...


 

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