Si es usted lector asiduo de Frikitecaris, habrá notado que el concepto de bibliotecaria por estos lares no es el de falda monjil, moño y gafas, sino el de glamour, perfección y excelencia. Un ídolo al que adoran los usuarios desde la distancia impuesta del mostrador. Deseo y atracción lejos del alcance del común de los mortales, tanto que su distanciamiento se interpreta a menudo como frialdad. Hielo en el cuerpo.
Esa es la bibliotecaria perfecta. Esa es Biblioteclaria, nuevo miembro de Frikitecaris. Desde aquí sólo nos resta obsequiarla con un par de zapatos rojo carmín de tacón alto para quitar el hipo a cualquier usuario de pro; y darle la bienvenida a este nuestro blog.
Les presentamos a Biblioteclaria.
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Mi infancia son recuerdos de un pueblo de Castilla donde vi la luz una blanca tarde de enero. Hasta aquí el plagio, se me ocurrió y no lo he podido evitar, lo siento.
Empecé el colegio sabiendo leer gracias al empeño de una de mis hermanas mayores y a la historia de El gato Micifuz. Así que nunca sabía por dónde íbamos en la cartilla Paláu cuando me preguntaba la señorita porque, para cuando me tocaba a mí, ya había leído siete veces el “cha-che-chi-cho-chu” y el “yema-yate” y me había ensimismado ante el encanto increíble que para mí tenía la fémina de la ilustración que había sobre la palabra “mujer”, con su blusa rosa y su pelo ondulado, decidiendo que quería ser así de mayor.
De la biblioteca escolar recuerdo el primer libro que llevé en préstamo, Ricitos de oro. La alumna “de las mayores” que estaba atendiendo aquel día me dijo que era un libro muy gordo para mí y consiguió dos cosas. Que me lo leyera de un tirón al volver a casa y que odie hasta hoy el comentario “es que es muy gordo” como excusa para no leer un libro.
Desde entonces hasta hoy he seguido leyendo libros (alguno incluso más gordo que Ricitos de oro): mientras estudiaba en el instituto, la carrera, mientras trabajaba en arqueología, mientras opositaba... Y ahora que trabajo en una biblioteca leo menos de lo que me gustaría porque no encuentro demasiado tiempo.
Este último dato, el de ser quien ocupa el mostrador en una biblioteca, me aporta el encanto increíble.
Hace años que dejé de alisarme el pelo y echar juramentos cuando llueve.
Tengo una blusa rosa.
¿Se puede pedir más?