Verán, cada día hago mi lista de buenos propósitos: no matarás al usuario, no perderás la paciencia y sí mantendrás impecable tu estilo. Luego me recuerdo cinco cosas que me gustan de mí misma: arqueo la ceja como nadie, tengo la mejor patada voladora del hemisferio Norte (con permiso de Chuck Norris), mi estilo lanzalibros es inigualable, mi moño no hay quien lo supere y el sufrimiento que conlleva el esfuerzo de cuidarse día a día no es nada comparado con ver las caras embelesadas que dejo a mi paso. Todo muy sencillo, claro. Todos los días me miro en el espejo esperando ver en mis bíceps el resultado del levantamiento diario (durante media hora) de la Espasa Calpe, y no dejo mirar intrigada mis piernas a la espera de estilizarlas con las carreras de carritos.
Sin embargo, la realidad desmiente todos mis esfuerzos y lo único que veo en el espejo es una (cada día más) decrépita bibliotecaria con una espalda (cada día más) encorvada. Maldigo el espejo y le pregunto por qué es tan cruel, y el muy cachondo me responde:
"Oh, tú, bibliotecaria de pacotilla, ¿acaso creías que te ibas a ir de rositas? ¿Que podías acarrear libros sin que ello te pasara factura? La cultura es pesada, querida. La cultura y la cocina, y para ser más exactos, los libros de cocina."
En serio, señores editores, ¿siete kilos? ¿Es necesario que un libro pese siete kilos? Está claro que nadie se lo va a llevar a la cama, que los bibliotecarios nos negaremos a comprarlo y que el que lo quiera va a tener que pedir un atril de acompañamiento.
Si alguien tiene 500 € y quiere herniarse, ésta es su oportunidad. Pero que tenga en cuenta que no cocina solo.