O, Aventuras y desventuras de un frikitecario en vacaciones.
Dudo mucho que al técnico filipino que abrió la puerta del ascensor para que pudiéramos respirar más tranquilamente y nos pasara, de haber existido, la sensación de claustrofobia, se le ocurriera ningún pensamiento parecido al del título de la entrada, pero visto desde la distancia que da el tiempo no nos hubiera extrañado.
Porque tras treinta y siete años de ir arriba y abajo en ascensores, también es casualidad que te quedes encerrado en uno por primera vez en el extranjero y en un barco: mira que pueden llegar a pasar cosas en un barco en alta mar; quién podría imaginar que acabaría encerrado en un ascensor, repartido entre la octava y la séptima cubierta, con un montón de gente pasando por delante y, en algún caso, parándose un ratito a reírse de nosotros? Claro que uno no pierde las formas ni en un caso como este y, como si se tratara de una «su majestad» cualquiera en pleno ritual de saludo al pueblo desde el carruaje de pasear invitados ilustres, saludaba a unos y otros con una gracia y un donaire que hubiera sido la envidia de Audrey Hepburn cuando fue de vacaciones a Roma.
Y cinco minutos después, cuando ya habían conseguido hacer subir un poco el ascensor (manualmente, no crean ustedes que fue de otro modo!), salimos a la octava planta con toda la dignidad que es posible mantener cuando tienes que salir de un ascensor averiado a gatas y en público.
«Respetable público» que, desagradecido, ni siquiera aplaudió.
[Publicado simultáneamente en Un que passava]