Es de sobra conocido, desde que existe la escritura, que los actos de lujuria en las bibliotecas requieren de un cuidado especial. Por ejemplo, el sabio historiador de Zanzibar, Ibn Kitabu, aconsejaba apagar las pasiones mediante el uso discreto de pergaminos enrollados (preferible a los actos impuros con dromedarios), mientras que el bibliotecario jónico Eroménides advertía a sus discípulos acerca de los riesgos de pasar demasiado tiempo en la biblioteca, descuidando los deseos de la carne (o, como decía el texto original, Μη μου τους κύκλους τάρατε!, "¡No me jodas!"). Estas posiciones clásicas demostraban una mayor sensibilidad hacia el erotismo en los lugares del saber, algo inexistente en culturas pretéritas basadas en tablillas (objetos notoriamente poco sensuales).
Durante la Edad Media, este saber antiguo se refinó y preservó de la oscuridad y la barbarie en los monasterios. No era inusual que el monje amanuense, embelesado por la magnificencia del libro sobre el cual trabajaba, se lo llevara a su celda para un profundo escrutinio. La poesía mística de Santa Hildegarda de Rotterdam, o los versos rebosantes de pasión de Fray Jorge de Burgos dan cuenta de sensaciones a menudo reñidas con la sensibilidad imperante en la época. Este amor libri, por otro lado, no dejaba de ser un ejemplo de fetichismo extremo. Mucho más frecuente era el folleteo prohibido en los scriptoria y las criptas llenas de grimorios, donde los tomos encadenados a las mesas de lectura (los conocidos catenati) bien se prestaban a imbuir el ambiente con un aire pecaminoso y oscuro. La Inquisición toleró el fenómeno, tachándolo de desviatio vulgaris y aceptando que los libros prohibidos pudieran ser objetos eróticos (al menos mientras no se leyeran).
Pero, ¿qué sería una breve historia sin hablar del Renacimiento? ¿Eh? Eso digo yo. Siempre hay que hablar de los puñeteros renacentistas. En fin, si no queda otra...
El Renacimiento, con todo, rescató el aire positivo del clasicismo, adornándolo con aportaciones originales del mundo árabe y bizantino. Así pues, el historiador toscano Oreste Fermo, en su crónica del año 1499, relata cómo los burgueses y los personajes cultos de su época montaban pequeños bacanales y recitales de poesía erótica en bibliotecas privadas. A fin de cuentas, el mismísimo Decameron (bastante anterior) puede leerse como una invitación a vivir pasiones y placeres más o menos inocentes en espacios cerrados y lejos del mundanal ruido (como jardines o bibliotecas), anticipando de esta forma el libertinaje (o librotinaje) de la edad moderna. La influencia positiva de los comercios mediterráneos, unidos a una mayor sensibilidad por la cultura y el alejamiento de posiciones eclesiales facilitó la aparición de los primeros tratados de sexo en las bibliotecas, como el De Bibliorum Eros de Giancavallo di Lucca. Considerada obra herética, gozó de gran popularidad en el mercado negro, y se dice que hubiese un ejemplar en cada biblioteca comunal italiana. Antes de ser condenado al exilio, se dice que Giancavallo murmuró "Eppur si muove" (refiriéndose, obviamente, a lo que ya sabemos).
Pero antes que empecéis a bostezar, llegamos a lo más jugoso, el Siglo de las Luces. La feliz confluencia de descubrimientos científicos y geográficos, la inminencia de la primera revolución industrial y la pérdida de poder temporal de la Iglesia en favor de una naciente burguesía, posibilitó el nacimiento de la Ilustración (junto a otro vagón de factores que no comentamos por razones espacio-temporales). Símbolo cumbre de la época fue la Enciclopedia, una mastodóntica iniciativa de recogida sistemática del saber a mano de unos cuantos amiguetes. Al mismo tiempo que tan nobles actos librescos veían la luz, otros surgían de entre las sombras más sordidas. Es el caso de una obra perdida del Marqués de Sade, La bibliothèque de l'amour interdit, donde se piensa que el creador del sadismo literario sugiriese algunas prácticas novedosas del erotismo bibliotecario (entre ellas, usos creativos de las estanterías y las mesas de lectura, por no hablar del filo cortante de las fichas).
El aire de libertad que se respiraba en Europa, sin embargo, se vio pronto recortado por los tumultos conservadores de principios del siglo XIX. La melancolia y los valores románticos se tradujeron pronto a fórmulas de amor platónico, donde la pasión carnal (transmisora de morbos) pasaba en segundo plano frente a la perpetua adoración del objeto amado (en este caso libros y bibliotecarias). Recuérdese, entre todas, una obra apócrifa de Edgar Allan Poe, Benigna, donde el protagonista vive una atormendada relación amorosa con una bibliotecaria fantasma. Mucho más tarde, y con un decidido cambio de gustos, nos llegaría un capítulo (ahora perdido) de Les Fleurs du Mal de Baudelaire, con poemas decadentes sobre el erotismo entre libros (valga, como ejemplo, el desconocido Le Corps d'Hypatie, con sonetos lujuriosos acerca de una bibliotecaria arisca e inalcanzable).
La primera mitad del siglo XX ve, con el nacimiento del psicoanálisis y un mayor interés hacia la sexualidad, una auténtica eclosión de escuelas de pensamiento (y práctica). Desde algunas visiones psicodinámicas el libro es visto como un condensado de pulsiones vitales (eros), y la bibliotecaria (o bibliotecario) como guardián y protector del mismo frente al impulso destructivo del usuario (thanatos), causando así una serie de tensiones sexuales irresolubles sin un buen polvito poco trascendente (cosa que se descubrió sólo más tarde, durante la Revolución del '68 y la liberación sexual del libro). Pero la sexualidad en la biblioteca no sólo dio de comer a miles de antropólogos y vendehumos, sino que también asumió cierto papel ideológico. Así, por ejemplo, Trotski escribía en un artículo de 1937 que las bibliotecas "debían ser lugar de estimulación no sólo de la mente, sino también del cuerpo del obrero" - posición esta que le valdría la expulsión del Politburó de Bibliotecas Soviéticas por disidente (y guarrete).
Seguiremos en la próxima entrega detallando el status actual de la doctrina bibliosexológica, aunque tampoco sin caer en banalizaziones de Bibliopolitan o Bibliovogue.