Cuando uno empieza con Biblioteconomía lo hace con la ilusión de acabar trabajando entre libros, de sentir cada mañana ese aroma que sólo el polvo centenario sabe producir, de hacer más feliz a algún usuario con alguna recomendación literaria, pero el tiempo y la realidad terminan poniéndote en situación.
Los libros llenos de polvo acaban produciéndote asma, los usuaris gastroenteritis y las recomendaciones literarias son demasiado frecuentes, hasta llegar a la conclusión de que hay gente que lee mucho más que tú. Sí, esos mamonazos sexagenarios que se leen un libro cada semana y que siguen solicitando tu consejo sin tener en cuenta que conoces peor el fondo que ellos mismos y encontrar un libro que recomendarles es una ardua tarea.
Eso por no olvidarnos de los que te exigen las últimas novedades incluso antes de que se hayan publicado. Es como si alguien se presenta hoy en la biblioteca y te pide lo último de Leticia Sabater. Claro te lo ponen a huevo, lo último y lo primero de Leticia Sabater son en este caso sinónimos, además de que no ha encontrado -y espero no encuentre- todavía editorial que publique su "increíblemente trepidante" novela infantil.
Por eso, cuando al fin terminas en una oficina, haciendo gestiones burocráticas como un vil autómata, tampoco te parece tan grave, es un mal menor. Porque, en realidad la figura del bibliotecario autómata existe y yo soy uno de ellos.
Una vez olvidada nuestra vocación inicial ¿qué tiene el bibliotecario de despacho? Sin usuarios con los que cebarse e immerso en la aplastante rutina, ¿Cuál es el incentivo que le queda a uno? La respuesta es simple pero aplastante, vivimos por y para la merienda de las 11. Salimos de casa pensando en el bocata que nos vamos a comer, pepito de lomo, bacon y queso, jamon serrano,... dura decisión.
Y el bar donde hacerlo tampoco lo tenemos clar, hemos probado todos los de la zona, hemos establecido un listado de los que más nos gustan y vamos cambiando aleatoriamente (a no ser que uno gane de forma aplastante). Allí me como el bocata de calamares, en el otro uno de jamón serrano y en éste el cafetito de las mañanas...
Conclusión, estudié letras para terminar comiendo bocadillos de lunes a viernes. Porque la DMF en mi caso empieza a gestarse en las barras de los bares (y para evitar la sorna de la jefa, sin bebidas alcohólicas, que uno es como Asterix, de pequeño se cayó en un cubo de LSD y no necesita buscar fuera lo que es capaz de generar por sí mismo)