La mano que mece la biblioteca

Nada puede quedar al azar en la vida de una bibliotecaria. En su trabajo, todo en ella es metódico, ordenado y sigue unas estrictas pautas. Su físico es esencial, tanto para mimetizarse con la planta que está al lado del mostrador de la biblioteca como para imponer su erótica presencia. El vestuario adquiere especial relevancia, para resaltar nuestros atributos y ser parte de los sueños de nuestros usuarios. Pero más allá, existen zonas que necesitan un esmerado y mimoso cuidado. La zona del escote, por ejemplo, debe ser lisa y marmórea, sin enseñar demasiado pero lo suficiente para distraer al usuario de sus banales preguntas. Una atención acertada en nuestros pies nos permitirán tenerlos siempre listos para patear a todo aquel que ose molestarnos con su presencia. Pero no debemos olvidar otro aspecto: las manos. Con ellas nos sentimos identificadas: son las que sufren las consecuencias de ordenar polvorientos y mohosos libros, las que se cruzan en nuestro regazo en un paciente gesto ante la perplejidad del usuario que parece no saber qué busca y las que indicarán al vacío la dirección que debe tomar el usuario para alejarse de nosotras y buscarse la vida. No les damos importancia y no les dedicamos el cariño que merecen. Que no se escondan bajo montañas de libros, ¡enseñadlas! ¡que respiren libres!




 

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