La vida de un bibliotecario no suele estar, por mucho que se piense lo contrario, rodeada silencio. El tecleo de los ordenadores y el ruidoso pasar de las páginas se ven amortiguados por las cancioncillas de los móviles, los ligoteos interusuaril o las carreras de los niños hasta el punto de que a veces el sonido reinante se asemeja más al de un bareto un viernes por la tarde que a un lugar de calma propicio por la concentración. De siempre, cuando un bibliotecario tenía que catalogar, tarea que requiere cierto grado de reflexión, se cierra en un despacho donde nadie lo pueda molestar, un sitio donde no llegue el ruido de la biblioteca. Pero últimamente, incluso cuando catalogo con la puerta cerrada y me abstraigo de lo que me rodea, oigo voces. Será que me estoy volviendo paranoica, pero juraría que los libros me hablan...