Al entrar en la biblioteca ella lo saludó desde su mostrador con su habitual gesto de de neutralidad. Dejó allí sus libros y se perdió entre las estanterías. Al rato volvió. La cosecha había sido buena. Se plantó frente al mostrador y le alcanzó su carnet junto a los libros que pensaba llevarse.
En ese instante, a sólo un metro de ella, pensó que ese metro que los separaba era una magnitud ficticia. Para él, la actitud diligente de ella al procesar los préstamos, su rostro hierático e inexpresivo, escondía un recorrido infinito como el de las profundidades del frío e insondable espacio. Tan sólo un metro. Un metro como un año-luz de distancia.
Recogió los libros del mostrador y se fue sin darse cuenta que, tras esa aparente frialdad manifestada por ella, latía un corazón que ardía con la intensidad del núcleo de una estrella de neutrones.

P.S: Esta entrada está especialmente dedicada a mis actuales compañeras de trabajo (bibliotecarias y no bibliotecarias). Pero también a todos aquellos que se quejan de la longitud de mis entradas. Breve y con una preciosa imagen.